El jinete de la muerte en las cárceles

El suicidio es la segunda causa de muerte en las prisiones de México.

No es una casualidad; además del impacto psicológico del encarcelamiento, el aislamiento, la falta de redes de apoyo y el acoso, la pandemia del COVID-19 también impactó en los centros penitenciarios, tanto federales como estatales.
En el año 2020, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) alertó específicamente sobre el riesgo de 603 casos de personas privadas de la libertad con conductas de riesgo suicida, más del 50 por ciento de ellas (464) estaban bajo tratamiento psicológico.
Otras fueron reportadas como “pendientes” y en 77 casos no se especificó si contaban con tratamiento médico especializado. Sin embargo, las autoridades penitenciarias ignoraron las voces de alarma.
Los trastornos mentales, el impacto psicológico del encarcelamiento, el aislamiento, el consumo de drogas, la ausencia de redes de apoyo familiar y el acoso de celadores y de otros prisioneros, han sido factores de riesgo para las personas que están en la cárcel sentenciadas o en prisión preventiva. Dichos factores de riesgo se agravaron con la pandemia por COVID-19.
Con toda anticipación, el organismo defensor de los derechos humanos advirtió que la cancelación de visitas, los contagios de coronavirus en prisión, el hacinamiento y la incertidumbre de no ver a sus familias, ni saber sobre el estado de salud de sus seres queridos, afectaría directamente la salud mental de las personas privadas de la libertad, una población que de por sí es más propensa a desarrollar estrés y depresión.
Al advertir las señales de peligro, la CNDH argumentó que son los familiares de las internas e internos quienes representan su principal vínculo afectivo con el exterior y también son quienes les brindan el apoyo económico indispensable para comprar los artículos de higiene, medicinas, comida y la “protección” que requieren al permanecer tras las rejas.
Una vez que se decretó en México la emergencia sanitaria provocada por el coronavirus, en marzo de 2019, las autoridades penitenciarias determinaron restringir las visitas de los familiares a las cárceles, para evitar el contagio de COVID-19 en estos lugares. Aun así, el jinete de la muerte alcanzó de forma implacable a cientos de personas en prisión.
En 2017, el Observatorio de Prisiones de la asociación civil Documenta reportó que ocurrieron 21 intentos de suicidio y 25 suicidios en penales federales y estatales. En 2019, cuando las visitas fueron canceladas, las cárceles se convirtieron en ollas de presión y la convivencia entre las y los prisioneros fue cada vez más conflictiva. La advertencia se había cumplido.
De acuerdo con datos del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social (OADPRS), de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), a partir de 2019 se registró una tendencia al alza, pero las cifras de 2020 fueron abrumadoras: 114 personas en prisión se suicidaron, utilizando como método el ahorcamiento, la asfixia y las autolesiones con arma blanca. Los suicidios tuvieron lugar lo mismo en dormitorios que, en baños, pasillos, estancias y hasta en los pabellones de atención médica.
Aún es pronto para el recuento de los daños, pero se acerca el momento para la rendición de cuentas. Recuerden que, en las elecciones presidenciales de 2024, podrán votar las más de 95 mil personas que hoy están en prisión preventiva. No han sido sentenciadas, tienen derecho a votar y están amparadas bajo el principio de presunción de inocencia.